13/12/13

La busca, Pío Baroja

Qué novela, qué novela, repetimos. Qué novelista. Qué fuerza, gracia, perfección. El narrador describe los cielos sobre las afueras de Madrid y hace relatos sumarios entre diferentes etapas y escenas. El resto, la vida ocurriendo ante nosotros. El protagonista crece y es tan real como un niño real que se mantiene puro entre la hez. La crudeza de Baroja es absoluta. No hay concesiones ni afeites. La desnudez de la realidad que retrata no se cubre ni se averguenza. Creemos que la gracia de una escritura que no ha sido traducida antes de llegar a nosotros es como lluvia tibia en verano y nos hace expandirnos. Porque no hay otra explicación. Sí hay un humor, una ternura que no desaparece en los momentos más terribles, un amor a pesar de todo, a pesar del escepticismo y del propio autor, quizá, un amor por el hombre, débil y patético. Donde Zola se amazacota por el peso, Baroja suelta un chiste. La Regeneración del calzado, por todos los cielos. Donde parecía haber sólo inmundicia, aparece la ternura o la rectitud o la capacidad de admirar. 
Aun así con esta gracia, el realismo y el ritmo se vuelven expresionistas, fogonazos goyescos iluminan escenas infernales, pesadillas de la sociedad, lo invisible para las conciencias satisfechas, lo que desmonta el campamento, lo que lo tira todo abajo. ¿Lo que acaba con la esperanza? Ah, no, porque es Baroja y termina con una pregunta. 
La corrala es el mundo y en él todo cabe. 


«A cada vecino le quedaba para sus menesteres el trozo de galería que ocupaba su casa; por el aspecto de este espacio podía colegirse el grado de miseria o de relativo bienestar de cada familia, sus aficiones y sus gustos,[73] Aquí se advertía cierta limpieza y curiosidad: la pared blanqueada, una jaula, algunas flores en pucheretes de barro; allá se traslucía cierto instinto utilitario en las ristras de ajos puestas a secar, en las uvas colgadas; en otra parte, un banco de carpintero, la caja de herramientas, denunciaban al hombre laborioso, que trabajaba en las horas libres.

Pero, en general, no se veían mas que ropas sucias, colgadas en las barandillas; cortinas hechas con esteras, colchas llenas de remiendos de abigarrados colores, harapos negruzcos puestos sobre mangos de escobas o tendidos en cuerdas atadas de un pilar a otro, para interceptar más aún la luz y el aire.

Cada trozo de galería era manifestación de una vida distinta dentro del comunismo del hambre; había en aquella casa todos los grados y matices de la miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente, hasta la más nauseabunda y repulsiva.


En la mayor parte de los cuartos y chiribitiles de la Corrala, saltaba a los ojos la miseria resignada y perezosa, unida al empobrecimiento orgánico y al empobrecimiento moral.»

La obra nos lleva desde y hacia una pregunta, la de si en algún momento, y cuándo llega ese momento, pierde el ser humano su bondad, aquella con la que nace, su pureza. Cuando es irrecuperable. Un policía gallego, como quien no dice nada importante, tras un cielo estremecedor y una madrugada al raso, sentencia: Estos ya no son buenos. 
¿Por qué yo no soy bueno?

Conclusión I: vamos a por las otras dos partes de la trilogía. En nuestras casas, pero nos ha llegado, llamado. 
Conclusión II: tenemos que leer a los nuestros, a los clásicos, redescubrir lo que damos por sentado porque la riqueza nos deja patidifusos, boquiabiertos y tremebundos. Porque hablamos de Galdós (Don Benito, ese dios de los escritores), de Palacio Valdés (¡asturiano!), de Clarín (la debacle), de otros que parecen casi olvidados hoy día, como si estudiarlos en la escuela sirviera sólo para arrebatarles todo glamour. Intolerable. Volvamos a nuestros grandísimos, nuestros maestros.